Abre los ojos. El reloj marca las 03:45 de la mañana. Recuerda que su madre le dijo que esa fue la hora de su nacimiento; una madrugada de un frío día de finales de noviembre. No es la primera vez que le ocurre. 03:45 ojos abiertos, mirando sin saber dónde y porqué, buscando respuestas a preguntas que ni tan siquiera se formula.
Se levanta despacio, como tantas otras veces. Apoya sus manos en las rodillas. Recuerda que acumulan miles de kilómetros. Le vienen imágenes de subidas interminables a esos picos que tocan el cielo. Y recuerda esos descensos llenos de agotamiento físico, pero a la vez cargados de esa energía que rellena cada musculo del cuerpo.
En la oscuridad busca con la punta de los dedos de los pies esas zapatillas ya roídas por el tiempo, también por esos amigos de pelo que le han acompañado a lo largo de su vida. Se levanta y va al baño. Se mira al espejo y suelta un «buenos días abuelo» se coloca su albornoz de cuadros grises, refresca la cara con agua fría, y peina esos pelos blancos que le cubren la cabeza.
Sube lentamente las escaleras que lo llevan a su rincón. Enciende la luz y ve en la mesa el torno, con el anzuelo listo para empezar a adornar con plumas, sedas, rayones… Se sienta en su silla de madera, con vestigios de ataques de las carcomas. Cruentas batallas ha tenido con esos insectos. Es su silla, nunca se adaptó a otras. Una ligera sonrisa adorna su cuarteada cara. Sabe que algunas veces su vecino abre la ventana e intenta saber que hace ese hombre mayor a esas horas. Sonríe más, sabe que el juego de sombras lo debe desconcertar. Nunca le ha dicho qué hace, cual es su afición o mejor dicho su vida.
Observa la mesa, sabe perfectamente lo que dejó el día anterior; hilo de montaje, un trozo de piel de ciervo, cola de ternero, seda roja, plumas de pavo real y esas de faisán dorado que le trajo un amigo de la India. También escoge unas plumas de cuello marrón/rojizo y se maldice al ver que le quedan pocas y que sabe, bien que lo sabe, que jamás va a tener otro igual. Antes de empezar la liturgia del atado recuerda a su amigo, el pescador viajero que por trabajo iba mucho a la India. Desprende alguna ligera lágrima que surca su mejilla hasta la comisura de la boca, el gusto a salado lo despierta del recuerdo, como tantos días a las 03:45 de la mañana «Nos veremos un día de estos Pedro, mientras no me jodas más posturas allí dónde estés».
Coloca bien la luz y esa lupa que ayuda a sus ojos cansados. Y empieza, hilo de montaje de derecha a izquierda, esos cercos de pelo de ciervo. Coloca el pelo de cola de ternero a modo de alas. Enrolla el cuerpo con esas maravillosas plumas de pavo real, el hackle y finalmente le hace la faja roja con una seda que le dieron en una mercería que hace años cerró. Monta media docena de Royal’s.
Se prepara un café con leche, una tostadas de mantequilla casera que untará con mermelada de frambuesas que el mismo elaboró hace unos meses. Mientras las come pone de fondo la radio. Las noticias de siempre. Se siente acompañado, es lo que tiene la radio. Antes de salir de la cocina coge casi furtivamente un trozo de chocolate con almendras que tiene en el fondo del armario, lo saborea con el resto del café.
Se acerca la hora y debe vestirse. Del armario saca la camisa de pesca que tiene más de 40 años y unos pantalones que le trajo su hermano de tierras nórdicas. Coge los aperos de pesca, su vieja caña de 9 pies y los deja en la puerta. Va a la habitación y se agacha a la cama. Ahí está ella, su compañera de vida. Cada día la ve más hermosa. Acerca sus labios y le da un beso, casi furtivamente, no quiere despertarla, pero no puede irse sin ese contacto. Ella le pasa instintivamente el brazo por el cuello «ves con cuidado cariño, no hagas locuras».
Suena el móvil, esa andrómina a la cual no se acaba de acostumbrar «Sr. Juan, ya estamos aquí». Se ríe por lo de señor Juan. Nada más llegar ve un coche con tres mozos. El mayor tiene 26, los otros no les llega ni para el carnet de coche. Llevan meses esperando poder pescar con el abuelo del río, están muy nerviosos y emocionados. «Sr. Juan, hoy solo a seca eh!!!…» se ríen, todo con bondad. Son sabedores de las habilidades del «Sr. Juan» con la vara de seca. El saca de su chaqueta tres cajitas, con dos Royal para cada uno «si no habéis pescado con un Royal no habéis pescado a seca» se ríen y arrancan el coche al río prometido, hoy toca vivir la pesca con el Sr. Juan…
Autor: Ferran Llargués
Simplemente brillante Ferrán, un relato tan emocionante como representativo de lo que sentimos con la práctica de esta actividad. Me has hecho revivir muchas situaciones ocurridas en el río o de camino al él, y he reconocido en el protagonista tantos compañeros que me han tendido una mano desinteresada en mi proceso de aprendizaje… muchas gracias!!!
Te agradezco mucho el comentario Martín. Es una satisfacción recibir feedback de estos escritos.